LAS RAMAS DE LOS ÁRBOLES BROTAN
Entre los años 1911 y 1912, el fotógrafo Alvin Langdon Coburn realizó varias expediciones fotográficas a algunos de los grandes escenarios del paisaje americano: la ascensión al Monte Wilson, las rutas por el Valle de Yosemite o las espectaculares vistas del Gran Cañon sacudieron emocionalmente al joven, enfant terrible de la fotografía de principios del XX, y marcando un punto de inflexión en su trayectoria profesional y personal. La exposición a la inabarcable grandeza de estos lugares sacudió los cimientos artísticos Coburn y lo impulsó a transitar por nuevos caminos creativos que lo alejarían del pictorialismo hacia la abstracción, la búsqueda de la espiritualidad y la experimentación con nuevas técnicas.
Tal y como lo describió Edmund Burke en su tratado sobre lo Bello y lo Sublime de 1757, la pasión provocada por la grandiosidad y sublimidad de la naturaleza, cuando estas fuerzas actúan con mayor potencia, se convierte en asombro. Y el asombro es ese estado del alma en el que se suspenden todos sus movimientos, con cierto grado de horror. En esta situación, la mente está tan completamente colmada por su objeto, que no puede albergar ningún otro, ni por consiguiente, razonar sobre ese objeto que la absorbe.
No es de extrañar, pues, que ante la contemplación de estas poderosas cumbres el espíritu se revele angustiado ante el devenir climático que las (nos) amenaza. Del mismo modo en que la figura humana situada ante el paisaje servía a los exploradores del siglo XIX para establecer la escala de la grandiosidad de sus vistas, la degradación masiva de los espacios naturales en la actualidad es un indicador de la dimensión del problema climático.
Rita Ibarretxe presenta en la Sala de Fotografía Sargadelos su obra “Las ramas de los árboles brotan”, un trabajo de dimensiones contenidas -sin artificios ni más retórica que la repetición- que hace del silencio visual su mejor aliado para proponer una reflexión sobre el “dolor climático”. En la declaración artística del proyecto, sitúa Rita las coordenadas que justifican este trabajo: “el sentimiento de tristeza y estrés existencial por la degradación de la naturaleza, como consecuencia de la actividad humana”. El planteamiento es minimalista, el enunciado desapasionado y se ha evitado cualquier intento de embellecer el conjunto. Las imágenes clavadas en la pared, aisladas en la nada y en la soledad del blanco, hablan con una fría elocuencia. Las imágenes se encuentran frontalmente con el espectador y lo invitan a compartir la reflexión de la autora sobre la extinción que se cierne de estos paisajes.
Es inevitable preguntarse por la utilidad del arte en este contexto de emergencia y responderla con el mismo argumento que Nuccio Ordine expusiera en su defensa de la utilidad de los clásicos: hoy más que nunca, con la venda del espectáculo cubriéndonos los ojos, el arte es el vehículo que nos convoca ante esta realidad que nuestra irracionalidad pretende hacer invisible. Estamos ante el abismo de la nada.