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LO BORROSO

febrero 17, 2022

El modernismo dio al traste con las ambiciones pictorialistas de la fotografía, y los años 20 y 30 fueron testigos de la revolución de las vanguardias por cuestionar la obra de arte autónoma -aquella que produce “objetos” artísticos independientes de cualquier función o utilidad: “el arte por el arte”. La arquitectura, el diseño, las artes gráficas y el fotoperiodismo se asentaron como disciplinas que aspiraban a una revisión utópica de la sociedad y de las conciencias. En lo fotográfico, los contornos difusos y poéticos de la fotografía pictorialista se disiparon, dieron paso al instante decisivo, a la captura de lo espontáneo y fugaz, y a nuevas formas de objetividad. Aunque esta revolución ya estaba en el germen de la fotografía desde su concepción -Jeff Wall lo define de forma ingeniosa en su ensayo “Señales de indiferencia”, cuando argumenta como la búsqueda se inicia en aquella figura borrosa del primer daguerrotipo-, con el modernismo, al son de los triunfales clarines de la reproductibilidad, quedaban atrás los desvaríos adolescentes, las filigranas pictorialistas y preciosismos varios de quien pretendía ser quien no era, y la fotografía alcanza, por fin, la mayoría de edad.

El relato de lo que siguió -con algunas guerras de por medio- trajo algunos de los episodios más memorables para la historia de la fotografía; La prensa, la publicidad y la fotografía vernácula -aquella que se practica en el ámbito doméstico- abonaron el terreno para la proliferación de las imágenes y confirmaron el firme compromiso que la fotografía había adquirido con la definición precisa y objetiva de la realidad; el idilio duró mas o menos hasta los años 60-70, cuando el conceptualismo comenzó a poner en entredicho los cimientos del Arte y lo fotográfico se encontró prisionero en la asfixiante inmediatez de lo cotidiano. El documentalismo se tuvo que reinventar, transgredir la máxima de la veracidad y explorar aproximaciones a la realidad más ambiguas y poéticas; el pacto con el espectador se había roto y, como fuese que este reclamaba su participación en el proceso creativo, la obra artística tenía que quedar forzosamente incompleta. Lo digital y los nuevos contendientes en la arena visual, terminaron por desdibujar los contornos de la creación fotográfica y se dispararon las alertas de los más agoreros.

El fenómeno fotográfico es complejo. Ha sido y es objeto de pensamiento en distintos planos del pensamiento y estamos lejos de concluir con una definición universal; sirva de ejemplo la facilidad con la que le concedemos la virtud de ser una aliada de la memoria, o le atribuimos la facultad de convertirse en un servil artefacto de explotación. Los idearios y recorridos vitales de los fotógrafos también son variopintos y, más allá de coincidencias y etiquetas estilísticas, cada mirada es única, individual e irrepetible. Todo esto -y quizá alguna otra consideración de mercado- hace de la fotografía un medio difícil de encajar en los “canales tradicionales” de la creación artística, y siga siendo necesario reivindicar un espacio discursivo propio y exclusivo para la imagen fotográfica.

Aunque desde los inicios la fotografía entabló relación con la página impresa, ha sido en las últimas décadas cuando hemos sido testigos del llamado “FENÓMENO FOTOLIBRO”. De forma breve podemos concluir que si en la serie o el proyecto fotográfico es donde el fotógrafo verifica la intencionalidad de su obra, y por tanto, certifica su cualidad de autor -ver artículo en Clavoardiendo sobre Fotografía y Realidad-, será el libro de artista el dispositivo privilegiado donde se despliega el todo el potencial “narrativo” de la fotografía. Entiéndanse esta narrativa, no en el sentido tradicional del término, esto es, como una historia lineal y con una conclusión definida, sino como un concepto más elíptico, como la capacidad que el fotolibro tiene para atrapar los límites de una realidad difusa entre la primera y la última página, desplazando al espectador entre planos de significados inestables y discontinuos. El fotolibro es un dispositivo coral: lo individual queda supeditado al conjunto; por tanto, ya no se trata de identificar la calidad individual de cada imagen, sino de tener la sensibilidad para percibir el efecto que cada imagen tiene sobre el discurrir visual y la secuencia de la obra. La naturaleza polisémica de la imagen fotográfica se expande bajo este formato, al establecerse relaciones de connotación entre las imágenes contiguas y contaminaciones de significados provocados por la propia acción del espectador sobre el libro-objeto.

Paradójicamente, con el fotolibro la fotografía vuelve a la casilla de salida y reconcilia al objeto fotográfico con el aura perdida a golpe de reproductibilidad técnica; objeto de deseo y de colección, además de aportar corporalidad, mediante la página impresa la imagen recupera el valor de culto, pero alejado de las servidumbres del cubo blanco. Sin embargo, no podemos obviar el riesgo de incurrir en una especie de formalismo, obsesionado con diseñar los más ingeniosos y transgresores fotolibros, artificios de papel y tinta que desconciertan y maravillan al lector, y donde lo fotográfico puede acabar convirtiéndose en una excusa estética. Lo del fotolibro no es un “fenómeno”, es el movimiento mas revolucionario que la cultura fotográfica ha liderado desde su invención: un espacio discursivo que otorga carta de naturaleza del fotógrafo como autor y a su obra como artística, al tiempo que lo libera de la validación de las instituciones tradicionales.

El reencuentro de la fotografía con el arte no puede identificarse como un desencanto con la realidad, ni como un sometimiento a oscuras reglas de mercado, antes bien, la fotografía acosada por los excesos de la verborrea visual de las últimas décadas ha recuperado el convencimiento y la misión de dibujar los contornos de una realidad que de tan escurridiza y mudable se nos ha vuelto borrosa.

Blas González

Lugares – © Vari Caramés (2018). Reproducida por cortesía del autor.
Lugares – © Vari Caramés (2018). Reproducida por cortesía del autor.