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Lux Sonora y los ocho actos de lectura

junio 9, 2024

Me sorprende la resistencia al olvido que tienen ciertos recuerdos cuando están vinculados a experiencias emocionales intensas y como el poso que los acontecimientos deja en la memoria termina configurando lo que somos. Aquel 10 de noviembre de 2004, acudí al recital de piano que ofrecía Jean-Yves Thibaudet en Teatro Fraga de Vigo más atraído por el prestigio del solista francés que por el contenido del programa que incluía obras de Debussy y Liszt, compositores que si bien no me disgustan, estaban un poco en la periferia de mis preferencias. En la primera parte del concierto, el segundo cuaderno de preludios de Claude Debussy, doce hermosas piezas que despliegan todo el colorido cromático y armónico tan característico del compositor francés. Una música delgada, casi etérea, interpretada por Thibaudet con una delicadeza que se paseaba por los límites del silencio.

Jean-Yves Thibaudet

Recordando ahora aquellas notas del preludio “Feuilles mortes” y el modo en que su sonido se sostenía tembloroso durante unos instantes antes de desaparecer en el silencio, se me ocurren tres reflexiones donde concurren la música y la fotografía. La primera, y quizá más evidente, es que la existencia de ambos medios se justifica en el opuesto que los niega. El sonido precisa del silencio y la luz de la oscuridad. En general, este principio se verifica en muchas otras cosas y órdenes de la vida, pero sin necesidad de ponerse trascendente, es fácil argumentar como cualquier pieza musical se edifica sobre una estructura formada de sonidos y silencios, donde ambos son recursos con idéntica relevancia a la hora de construir el mensaje musical. Piénsese en el conocido e inusual comienzo de la quinta sinfonía de Beethoven: cuatro notas y un silencio. Precisamente este último permite crear un espacio de tensión que pone en alerta al escuchante para lo que vendrá a continuación.

En lo fotográfico, la irrupción del haz de luz en la cámara oscura deja una impronta de luces y sombras -o de ceros y de unos- sobre la superficie fotosensible. Es la imagen latente que revelará posteriormente la representación por analogía del sujeto fotografiado. Las partículas de luz que penetran la oscuridad absoluta de la cámara son el fundamento de la imagen fotográfica. Cada partícula de sal de plata de la película fotosensible y cada píxel del sensor digital retiene los atributos físicos (intensidad y duración) con los que un rayo particular de luz procedente del exterior incide sobre él. Igual que la nota musical, son las unidades mínimas no significativas de lo fotográfico. La base de la imagen fotográfica se encuentra en la concurrencia de unidades luminosas y unidades en penumbra, y del mismo modo que el silencio constituye un elemento retórico de la música, no tiene la oscuridad idéntico valor expresivo. ¿Cuál sería el efecto de la célebre fotografía de Eugene Smith “Tomoko en su baño” prescindiendo del drama y la intimidad que otorgan las sombras a la escena? Sin duda, la estructura formal y armonía visual de la imagen depende de la oscuridad que circunda a las dos protagonistas, pero la carga significativa y emocional de las sombras tiene que ver con la intimidad y aislamiento que otorgan a la escena.

Tomoko y su madre en el baño (1971). W. Eugene Smith
Tomoko y su madre en el baño (1971). W. Eugene Smith

Paul Strand incorporó con frecuencia la oscuridad y las sombras como recursos fotográficos, en unas ocasiones como un elemento compositivo para explorar relaciones espaciales entre las formas (véanse las abstracciones con sombras en un porche de Twin Lakes de 1916 o la célebre “Valla blanca, Port Kent, NY 1916) y en otras con un interés más conceptual, como sucede en “Wall Street” de 1915, que muestra unas pequeñas figuras de transeúntes que caminan -por la determinación, posiblemente en las primeras horas de un día laborable- ante cuatro imponentes rectángulos negros. El propio autor deja un apunte del potencial dialéctico que introducen esas masas oscuras en la obra:

“Yo era consciente, por ejemplo, de aquellas grandes ventanas negras de la Casa Morgan, aquellas enormes formas negras. También tenía un amigo que trabajaba en el edificio. […] Y además me fascinaban todos aquellos pequeños personajes que pasaban por delante de aquellas grandes formas siniestras, casi amenazantes […], aquellas formas rectangulares negras, repetitivas -como formas ciegas, dado que no puede verse en su interior, con todas aquellas personas que pasan por delante-. Intenté conciliar todo aquello.” (Strand, 1973)

Wall Street (1915). Paul Strand

Este deambular me conduce directamente a una segunda idea, que quizá resulte más evocadora, ya que tiene que ver con los espacios y tiempos de transición que se producen entre los opuestos y sus efectos. En música, el ataque de la nota, el modo en que esta comienza a sonar, define la determinación con la que el sonido rompe el silencio y, de alguna manera, influye en el carácter de un fragmento musical. Así, si la entrada de la nota es repentina el pasaje tendrá un temperamento nervioso y brillante, mientras que si la nota entra gradualmente y con suavidad el pasaje tendrá una inspiración más lírica.

Sucede de forma similar para la fotografía: en las transiciones entre los espacios de luz y oscuridad es donde reside el arsenal de recurso de los autores para desplegar el potencial emocional de la imagen y, por tanto, la resistencia de la fotografía a ser un mero referente de la realidad. Decir que la fotografía trasciende la realidad y, por tanto, es un medio artístico depende de la capacidad que tenga el medio para convocar significados y emociones desde la superficie de la imagen. Para justificar dicha reivindicación, la imagen fotográfica tiene que ser autónoma e independiente del vínculo que en su génesis la ata a la realidad. La grandilocuencia y solemnidad que reflejan los paisajes de Yosemite fotografiados por Ansel Adams y la dimensión épica presente en algunas de las escenas humanas de la obra de Sebastião Salgado tiene que ver con el balance que ambos autores consiguen entre las luces y las sombras. Tanto la utilización del blanco y negro, la presencia de determinados atributos que identificamos como característicos de la impronta estilística de cada autor o la función que determinada imagen cumple dentro de un discurso más amplio son recursos específicos en el ámbito de la retórica fotográfica, que distancia la representación del sujeto de su realidad y, por tanto, la trascienden.

Yosemite Valley (1934). Ansel Adams

Yosemite Valley (1934). Ansel Adams

Con todo esto quiero decir que, del mismo modo que el colorido musical de una pieza depende de la destreza con la que el compositor sea capaz de crear texturas y transiciones a partir de sonidos, silencios, ritmos, dinámicas, etc., el lenguaje fotográfico también dispone de un repertorio de técnicas con las que el autor podrá resolver una foto individual. Igual que los dedos de Thibaudet son capaces de interpretar y transmitir al escuchante los más sutiles matices de la paleta sonora de Debussy, el fotógrafo “virtuoso” -si tal cosa, existe- ha de ser capaz de combinar la pureza de la luz y profundidad de las sombras con las que una determinada escena resuena armónicamente con su intención.

Sin embargo, es importante subrayar que ni la genialidad de un pasaje en una partitura o la impecable resolución técnica de una fotografía individual necesariamente garantizan la viabilidad, consistencia y calidad de una sinfonía o un fotolibro. Es necesario recordar el carácter serial de la fotografía, y de cómo las partes se integran en el todo para crear una entidad de orden superior, tanto en la forma como en el significado. Este enfoque coral me lleva directamente a mi tercer argumento, que será la analogía entre la obra musical y la serie fotográfica, y las similitudes retóricas de ambos lenguajes.

Como ya habrás adivinado la tercera idea, tiene que ver con la analogía que se pueden establecer entre el desarrollo de una pieza musical y las series fotográficas, más particularmente un fotolibro. Es frecuente que la crítica musical se refiera cuestiones de ritmo, dinámica o temperamento cuando comenta una obra musical, y es igual de cierto empleo de estos estos términos por los editores, visionadores o críticos cuando se refieren a la secuencia en que se presenta un proyecto o la estructura de un fotolibro. No en vano, ambos medios comparten la misión semiótica de ser portadores de mensajes sin el recurso del código y precisan de una variada colección de recursos retóricos para transmitir ideas y significados. En un ensayo fundamental sobre la cuestión narrativa del fotolibro, Garry Badger desarrolla esta idea:

“[..] al armar una secuencia fotográfica es útil pensar en cualidades musicales como punto y contrapunto, armonía y contraste, exposición y repetición. Debería haber un vaivén en la narrativa de un fotolibro, debería volverse “más suave” aquí, “más fuerte” allá, “acelerar” en términos visuales o ralentizarse, y debería construirse de manera natural, si no hacia un clímax, al menos hacia una resolución.”

Los Americanos (1958). Robert Frank. Influenciado por la música beat y los ritmos irregulares del jazz, este libro ilustra de forma elocuente el comentario de Badger.

Aunque en términos estéticos desconfío de los absolutos y considero recomendable —y hasta estimulantes— ciertas licencias y transgresiones del canon, coincido con Badger en que la secuencia de un fotolibro debería avanzar hacia cierta resolución, aunque ésta a la postre consista en dejar al espectador suspendido en un interrogante. Resolver no significa concluir. Del mismo modo que el movimiento de una sinfonía puede finalizar “sin solución de continuidad”, prolongándose sin interrupción en el siguiente movimiento, la naturaleza de la imagen fotográfica —extracto del fluir del tiempo y el espacio— difícilmente puede plantear una conclusión y también se resuelve sin “solución de continuidad”. No con la realidad de la que fue “extraída”, sino con su simulacro, con el pacto de ficción que la fotografía crea entre el espectador y la realidad.

Pero estos acuerdos se explicitan de forma singular con cada autor, sin otra legitimidad que la que otorga la necesidad de una búsqueda personal, la urgencia social por comunicarlo o incluso, por qué no decirlo, un simple desvarío de la vanidad. Aunque en algunos ambientes el término proyecto está connotado con un peso y solemnidad excesivos, lo habitual es que sea esta la estructura donde se reúnan y organicen los resultados de toda índole que un autor produzca sobre un determinado concepto objeto de su interés. Y lo deseable sería que dicho proyecto encuentre un vehículo adecuado de expresión que permita difundirlo y alcanzar a su audiencia, aunque esta decisión con demasiada frecuencia depende más del factor oportunidad (cualquiera que sea su adjetivo) que de la genuina ambición del autor.

Por tanto, cada vez que nos enfrentamos a un texto fotográfico debemos aspirar a encontrar esa armonía, disponer el cuerpo y el espíritu para que escuchar la melodía que suena en la secuencia de las fotografías, sentir el ritmo que provocan los contrastes y afiliaciones que se producen entre las imágenes y otros elementos del texto o emocionarse con la sutileza de matices con las que varía el color o la intensidad profundidad de con la que los negros se funden y se hacen uno con el papel: melodía, ritmo y dinámica.

Esta extensa introducción pretendía ser el anticipo al análisis de un fotolibro que una autora gentilmente me envió para que le escribiera un texto para publicar en la revista de una asociación fotográfica. Suelo acometer esta tarea con idéntico respeto y reverencia, independiente de la dignidad o celebridad de quien firme el fotolibro objeto de análisis. Siempre celebro que un autor/a culmine su proyecto con la organización de una exposición o la publicación de un fotolibro, ya que ser capaz de articular el resultado de su intención bajo cualquier de esos dos formatos, no solo legitima a un fotógrafo como autor, sino -y sobre todo- porque es mediante el encuentro con la audiencia se cumple el destino de cualquier medio: la música ha de ser escuchada y la fotografía ha de ser mirada.

Me dispuse, pues, a la tarea con la mejor disposición y la delicadeza con la que la autora trataba algunas escenas nocturnas me trasladaron inmediatamente a recital de piano de Thibaudet de noviembre de 2004 que inspira la introducción. Tengo que admitir que algunas “disonancias” me apartaban de ese lirismo que provocaban las imágenes y me pareció oportuno identificarlas. Dado que la finalidad del texto era la publicación para una asociación fotográfica, me propuse que comentario un tono “pedagógico” entendiendo que podría ser provechoso. Sin embargo, el texto final no fue bien recibido y declinaron su publicación. No tanto porque la autora no haya aceptado las cuestiones críticas que le planteaba, si no por el recelo del editor de la publicación a incluir en la revista un texto “no laudatorio”. Comprendo perfectamente la situación: aunque todos podamos aceptar en mayor o menor grado una crítica “negativa”, elevarla a la dimensión pública suele exceder nuestros límites de tolerancia.

No obstante, considero que el comentario al fotolibro desde la perspectiva de los 8 actos de lectura que propone Matt Johnston puede ser de alguna utilidad, por lo que -a modo de paráfrasis cervantina- incluyo el texto crítico original, obviando las partes que “vulneren” la identidad de la autora. Como se declaraba al inicio cada episodio de la serie “Fargo”, “por respeto a los vivos se han cambiado los nombres de los protagonistas”.

Photobooks & (2022). Matt Johnston

En una monografía fundamental sobre los fotolibros publicada en 2020 (Photobooks &), Matt Johnston identifican hasta ocho actos de lectura (distante, material, inspeccionar, ojear, conceptual, asimilar, cognitiva, re-lectura) estructurados de forma lineal y progresiva, desde lo “navegacional” a lo conceptual, que representan la transferencia de significado entre el creador y el lector. Si en los primeros actos, el creador es el responsable de modelar la experiencia en un desplazamiento del contenido o ideas del texto visual a las cualidades formales y hápticas del libro o mediante ciertas propuestas de interacción, será el lector quien se pronuncie en las últimas etapas, que tienen que ver con la generación y asimilación de significados. Mediante la aproximación física al fotolibro se generan las condiciones ideales para que su contenido penetre, persuada y deje una impresión en el espectador, pero será este quien, en última instancia, tenga que movilizar las conexiones que tiene “con otros trabajos, experiencias, acciones y relaciones” para darle sentido al conjunto.

Sin duda, la información previa que tenía de este libro antes de poseerlo era favorable. Esta primera lectura (“Distance reading”) en la escala de Johnston y que se produce antes de nuestro encuentro físico con el libro, tiene que ver con cuestiones subjetivas y no siempre fáciles de ponderar. Como fotógrafa amateur, la autora tiene una dilatada trayectoria, con algunos reconocimientos e hitos significativos y es frecuente su presencia en las actividades fotográficas. La lectura distante tiene que ver con la capacidad de la autora de convocar y generar interés en la audiencia y, sin duda, el anuncio del libro en el marco de un reconocido festival de fotografía ha contribuido positivamente en ese primer posicionamiento ante los posibles lectores.

La primera impresión, el tamaño del libro, el aspecto de la cubierta, los acabados, el tacto del papel, los colores, etc… intervienen en la lectura material. Tengo que admitir que me agradó esa “solidez nocturna”, como de noche cerrada, que el libro transmite cuando lo tocas por primera vez. Además de singularizar al objeto, los cantos negros, la sobriedad de la tipografía y la estructura del libro me parecen muy acertadas. Estas características externas, lejos de ser superficiales y en la medida en que generan significado, ayudan a situar al lector en las coordenadas del contenido.

Cuando hojeamos un libro comenzamos a formarnos una idea mental de su contenido. Es lo que Johnston define como “Inspectional reading” y es una fase crítica en la decisión del lector, que tiene que sentir en esa lectura rápida el ritmo que tiene el libro y evaluar si coincide con sus intereses. Tengo que admitir, que me sorprendió bastante este primer contacto con el contenido del libro, ya que tenía localizados los intereses fotográficos de la autora más próximos al retrato y a la fotografía de moda. En este punto, aunque aumentó mi interés por el libro, lo aparté por unos días para encontrar el momento propicio para adentrarme en sus páginas. Recurriendo a la analogía musical, en esta fase ya me había formado una idea del ritmo y la melodía visual sobre la que se sostenía la obra, que sería algo parecido a los primeros acordes con los que se abre “La Noche Transfigurada” de Arnold Schönberg.

Para la lectura de “navegación” (Navigational reading) Johnston considera que el lector comienza un viaje lineal o multidireccional por las páginas del libro, deteniéndose y considerando aquellas imágenes que le generan mayor interés. Algunos lectores en esta fase, se saltan los textos para tener una experiencia visual más genuina. Generalmente, también suelo obviar los textos en esta fase o como mucho hacer una lectura en diagonal de estos. Sin embargo, en esta ocasión -y quizá incitado por la “prominencia” visual que tienen las tres páginas de la introducción- leí con detenimiento el relato con el que se abre el libro que, una vez finalizado, me situó necesariamente en el siguiente nivel de lectura.

La lectura conceptual es un proceso analítico y reflexivo en el que el lector intenta entender los cómos y porqués de la estructura del libro. El texto que introduce la obra es un inquietante y siniestro relato, sobre una persona que consigue liberarse de una situación opresiva. Aunque las primeras imágenes del libro parecen dar continuidad a la conclusión del relato, esta influencia pronto se diluye por la cesión de la progresión narrativa ante una estructura visual dominada por la abstracción. No quiero con esto cuestionar el desarrollo visual del libro, pero me parece oportuno señalar como la presencia de este relato en la introducción provoca un potente efecto narrativo en la secuencia inicial de imágenes que, al no sostenerse, produce un cambio de registro considerable.

Obviando esta cuestión de orden conceptual -que no afectará al lector que omita la lectura del texto en su primera ‘navegación’ por el libro-, desde un punto de vista estrictamente visual, tanto la introducción como el cuestionario de preguntas final perturban la ‘nocturna solidez’ con la que está expresado el conjunto. Así como los elementos incluidos en las contraportadas se justifican e integran como un ingenioso elemento que separa e invierte lo que es exterior e interior del libro, los textos mencionados parecen ajenos a este mundo de sombras. En este sentido, creo que el poema final se integra de forma más armoniosa con la estructura e intención del libro. Considero que el formulario final es un elemento fallido: banaliza la dimensión poética del libro y fuerza al espectador a leer las imágenes en clave literal.

Si centramos el comentario en lo estrictamente fotográfico, creo que, aunque la obra maneja varios registros, se resolvió correctamente la cohesión visual. Aunque la dimensión narrativa del libro está muy forzada, la obra tiene otros argumentos que merecen consideración. El amplio repertorio de imágenes que la autora despliega en esta obra invita a la contemplación, a dejar que la imaginación se quede atrapada en las enigmáticas formas que la luz traza en la oscuridad, a adentrarnos en un mundo que nos es ajeno y a admirar el extrañamiento que la ausencia de luz provoca en los objetos cotidianos. El planteamiento elíptico de la obra hace que las imágenes fluyan con más libertad, con un ritmo e intensidad poética, con matices modelados por las aristas y curvas que la luz dibuja en la noche, favoreciendo esa cualidad contemplativa del libro. Es cierto que las fotografías que abren la obra son de una intensidad extraordinaria y que, poco a poco, esta se va diluyendo en la monotonía. Sin embargo, no es menos cierto que tal es nuestra experiencia de la noche, que se inicia con los más inquietantes presagios para inadvertidamente desvanecerse en el sueño.

En la fase de lectura asimilatoria intentamos acomodar el texto leído en el marco de otros trabajos, situaciones y experiencia que conforman nuestro repertorio cultural. Posiblemente se forjan conexiones -más o menos sólidas- con otros libros leídos, con músicas escuchadas o con recuerdos evocados. Es posible que algunas de estas imágenes de la noche que se presentan en este libro, persistan en mi memoria mucho tiempo después de haber cerrado el libro y, quizá, resuenen de alguna manera en mi deriva visual. Este libro se incorporará a mi biblioteca y decisiones sobre la posición que va a ocupar o los efectos que su presencia desde ahí tendrán, definen lo que Johnston denomina “lectura de estantería”. Quizá mi mirada lo encuentre durante un instante mientras inspecciona las estanterías buscando cualquier otro título o puede que vuelva a hojearlo en algún momento. En cualquier caso, sabré de su presencia y hasta es posible que recuerde sin necesidad de abrirlo algunas de las imágenes que más me cautivaron, que serán aquellas que se acomodaron silenciosamente en la oscuridad del subconsciente.

Es pronto para saber si se ejecutará el último acto de lectura con este título, un acto que tiene que ver ese vínculo especial que adquirimos con algunos de nuestros libros más queridos o significativos. El tiempo y las afinidades de cada uno dirán quién estaba preparado para emprender este itinerario de despojamiento que nos propone su autora y dejarse poseer por las armonías silenciosas de esta música callada que suena en la soledad de sus noches… Del mismo modo que el lunático ha sido herido por la luz de la luna y sufre su locura a intervalos, algunos fotolibros tienen la facultad de alcanzarnos con especial intensidad y en cada re-lectura nos revelarán inesperados tesoros.